Un día mi hijo mayor trajo un libro de la biblioteca del cole titulado «Un año en la montaña». Sin saber leer y escribir aún escogió este título tan significativo para nosotros. Los tempos no son exactos, hemos estado un año y medio viviendo en el bosque pero es suficientemente representativo de la experiencia que hemos vivido. Después de año y medio hemos decidido volver a la ciudad.
La vida en el bosque puede ser de cuento, pero también la logística y la realidad del día a día se volvía complicada. Eso no quita que este año y medio haya sido mágico e inolvidable. Las montañas nos acogieron y resguardaron en el año y medio de pandemia más duro. Abrazaron a mis hijos, les dieron espacio para jugar, correr, oler verde. Conocer y convivir con vacas, ciervos, jabalíes, serpientes y todo tipo de bicho. Aprender a caminar en subida o bajada, bañarse sin rechistar en las aguas heladas del río. Me abrieron la mente y el espíritu, 10 años viajando por el mundo no son suficientes para cambiar la mentalidad de una urbanita, que inicialmente se sentía más segura caminando entre coches que entre montañas. Tampoco lo son para abandonar los prejuicios de la vida rural, que con sus pros y contras, me ha enseñado mucho sobre la humildad y la sencillez.
En las ciudades pasan muchas cosas, pero en el silencio de la montaña quizás pasan cosas que remueven y transforman de forma única. Y así me siento yo, transformada y muy agradecida por haber vivido esta experiencia tan inolvidable al lado de mi querida familia. Gracias montañas, gracias Castell.